Otra noche en vela por culpa del dolor y los gritos de una mujer en la habitación de al lado.
‹‹¡Soltadme, zorras!››
‹‹¡Juan! ¡Juan!››
‹‹¡No soy un animal! ¡Quiero a Juan!››
Así durante horas. Mientras mis órganos se pudrían dentro de mi cuerpo. Mientras la enfermedad me hacía desear unirme a los gritos de esa loca y maldecir a todos.
Pero entonces la veía a ella. Sentada en una silla junto a mi cama. Durmiendo a pierna suelta, ignorante de la debacle que se estaba produciendo al otro lado del pasillo. Con la cabeza precariamente sostenida sobre su brazo derecho, una sonrisa en el rostro y un mechón de canas blancas cayéndole sobre la frente.
Hermosa. Aún ahora.
Ojalá mi sueño fuera como el de ella. Ojalá pudiera dormir de un tirón. Sin pesadillas. Sin temor a no despertar mañana y dejarla sola.
La luz se filtra por la ventana. De nuevo tendremos un día soleado y la habitación volverá a ser un recuerdo gratuito de lo que me espera cuando vaya al Infierno.
Miro el reloj. Las seis en punto. Espero. Casi contengo el aliento. Porque sé exactamente lo que va a pasar. Siempre es igual. Un poco más. Solo unos segundos más.
Y sucede.
Ella abre los ojos. Me sonríe. Se pone en pie y se acerca a mi cama. Coloca sus dedos —fríos, siempre fríos— sobre mi frente para asegurarse de que no tengo fiebre.
—¿Qué tal has pasado la noche?
Finjo que no odio esa pregunta. Que no me repugna oírla una y otra vez cada día. Finjo ser una persona amable y miento.
—Bien.
—¿No has tenido dolores?
Lanzo una mirada involuntaria al gotero. La botella de los calmantes está vacía. Ella dormía cuando llamé a la enfermera con lágrimas en los ojos suplicando que me dieran algo, cualquier cosa, para librarme del dolor.
Y vuelvo a mentir.
—Estoy bien.
Me preparo. Porque aún queda una hora para que traigan el desayuno y esos son los sesenta minutos más difíciles del día.
—¿Necesitas que te cambie?
El pañal. El puñetero pañal. La prueba de que siempre se puede caer aún más bajo y perder un poco más de dignidad. No puedo pasar por eso, así que miento una vez más, ya por costumbre, total qué más da. El averno no puede ser peor que el ahora.
—No hace falta. —Hora de hacer la prueba—. Pero tú deberías ir al baño a peinarte.
Se lleva las manos a la cabeza. Su moño está desecho. Algunos mechones de un blanco inmaculado le caen por la espalda.
Me sonríe de nuevo y se dirige al aseo. Cierra la puerta.
Espero. Cuento los segundos hasta que reaparece de nuevo. Casi dos minutos. Su moño sigue desecho. Su boca es una sonrisa, pero sus ojos son pasto de la incertidumbre.
—¿Qué tal has pasado la noche? —me pregunta de nuevo.
Esta vez el dolor me estalla en el pecho. Me roba el aliento, pero consigo frenar las lágrimas. Ojalá hubiera drogas para hacerlo desaparecer.
No las hay, claro.
Pero lo que sí hay es algo más jodido que tener setenta años y una enfermedad que acabará matándome.
Lo más jodido es la certeza de que cuando yo ya no esté, ella se quedará sola.
Y se olvidará de mí.
Me trago el grito que tengo atravesado en el pecho y miento.
Esta vez miento una sonrisa. Porque la mía no está solo en mi boca. Mis ojos mienten conmigo.
—Siéntate a mi lado —le pido, acariciando el colchón.
Ella obedece porque así se siente segura. Porque es fácil cumplir una orden. Porque eso no la hace dudar.
Me incorporo, tomo su mano cuando se acerca y la obligo a darme la espalda.
—Solo voy a peinarte.
Ella vuelve a llevarse las manos a la cabeza en un acto inconsciente.
—Puedo hacerlo yo.
—Déjame —pido. Casi suplico—. Dame ese gusto.
Suelto una a una toda las horquillas que sujetan el moño deshecho. Su pelo se desliza libre sobre su espalda. Mis dedos invaden sus cabellos, desenredándolos, acariciándolos. No puedo evitar acercar mi rostro e inhalar su aroma.
Menta. Menta fresca.
Un olor extraño. Su olor. Solo el de ella.
Separo tres mechones y comienzo a trenzarlos con las manos. Ella suspira satisfecha y yo siento cómo un escalofrío me recorre el cuerpo. Un cuerpo que hace tiempo creía muerto.
Sujeto la trenza acabada con una mano y con la otra acaricio su brazo desde el codo a la muñeca, despacio, provocando que su piel se erice bajo mi contacto. Ella apenas se gira, pero oigo su respiración. Profunda. Pesada. Delineo con mis dedos la goma que siempre rodea su muñeca y la deslizo por su mano. Después la coloco amarrando sus cabellos, condenándolos a permanecer unidos.
Ojalá pudiera hacer lo mismo con nuestras almas.
—No llevaba trenza desde niña. Creo que desde que te conocí.
Me mira.
Beso sus labios. No puedo evitarlo.
Me sonríe.
El dolor me aprieta el corazón. Me lo estruja con fuerza.
Ella me toca la frente con sus dedos fríos. No quiero empezar de nuevo. Tomo su mano y la coloco en mi regazo, enlazada con la mía. Y le hago preguntas.
Durante una hora la obligo a hablar sobre el pasado. Sobre lo que recuerda. Yo lleno los vacíos de su memoria y ella asiente, esforzándose por ganarle terreno al olvido.
Su lucha no tiene sentido. Tampoco la mía.
Ella olvida y yo me muero. Pero la que más pierde es ella.
Oigo ruidos en el pasillo. Poco después la puerta se abre.
—¿Qué tal hemos pasado la noche?
La voz de la enfermera rompe el hechizo. Ella se levanta y se aleja hacia el fondo de la habitación.
Es Elvira. Elvira me gusta. No es una imbécil como la del turno anterior.
Me introduce un termómetro en la boca y no me da opción a contestar. El aparato pita. No tengo fiebre.
—¿Le han hecho efecto los calmantes, Luisa? —me pregunta.
—Sí —respondo.
‹‹Al menos para una de las clases de dolor que padezco.››
Revisa el gotero, me susurra que enviará a una auxiliar para cambiarme el pañal y se marcha asegurando que vendrá rauda y veloz si la necesito. Me dice que soy su paciente favorita.
Sé que se lo dirá a todas, pero me hace esbozar una sonrisa.
Ella también se ríe. Elvira no. Ella.
Y por un instante nada me parece tan jodido. Por un instante me siento fuerte. Me siento viva. Y siento que hoy no es el día.
Tal vez mañana.
© Laura Esparza