Extracto

Capítulo 1

Escapar no estaba resultando tan sencillo como Wilhelmina había imaginado. La fortaleza donde se hallaba encerrada tenía guardias apostados en tres de sus lados; marineros de la Armada Real que no dudarían en utilizar todos los medios a su alcance para frenar su huida y devolverla al agujero donde languidecía desde hacía días.

Dos hombres al sur, dos al norte y dos al oeste vigilaban en turnos de doce horas, moviéndose sin cesar, controlando quién entraba y, sobre todo, quién salía de aquella prisión. Doce marineros para retenerla solo a ella.

Por suerte para Wilhelmina, su celda estaba orientada al este, al mar, el único frente de la fortaleza que no requería vigilancia, porque ya no había en el mundo hombre o mujer que osara atacar Port Royal desde un barco.

Esa era su vía de escape. Una ventana desde la cual podía divisarse el sol cada amanecer brillando sobre las prístinas y turquesas aguas del Caribe. Una ventana situada en lo más alto de la fortaleza, a más de treinta pies del suelo.

Una ventana desde la que no tenía más opción que saltar.

Decidida, Wilhelmina se trenzó su larga melena rubia y, a continuación, se puso las botas de cuero estirándolas sobre las calzas marrones que cubrían sus piernas. Ropas similares eran las que había vestido aquella noche en que cambió su vida para siempre, aunque ahora escondían las formas redondeadas de una mujer y no las angulosas de una niña. Tomó la cuerda que había fabricado con las sábanas de su cama y, encaramada a una silla, ató el extremo a una de las vigas del techo. La fuerza que empleó para asegurarse de que no se soltaba fue tal que sus palmas enrojecieron y la piel amenazó con agrietarse.

Descolgarse por aquella escala improvisada iba a destrozarle las manos, pero esperaba que los cientos de nudos con que había unido los fragmentos de tela la ayudaran en el descenso. Si tan solo no sintiera pánico ante la idea de caer…

Apartó ese pensamiento de su cabeza y se concentró en lo que le aguardaba una vez que hubiera recuperado su libertad. Cuando escapara, volvería a verlo. Después de tantos años, volvería a mirarse en aquellos fríos ojos azules y recuperaría lo que estaba a punto de perder.

Con agilidad, saltó al alféizar de la ventana y desde allí oteó el mar, la arena y la hierba contra la que sus huesos se harían pedazos si la cuerda no aguantaba su peso.

Ahogó un gemido al recordar el dolor que había sentido durante las pruebas llevadas a cabo para comprobar su resistencia. Porque estaba lo bastante desesperada como para descolgarse por una ventana, pero no era tan estúpida como para no cerciorarse de que la escala soportaría su peso. Las historias que había oído a lo largo de toda su vida en las que se narraban sucesos semejantes podían tener poco que ver con la realidad.

Y ella quería escapar, no morir en el intento.

Así que había atado la cuerda a la viga y se había colgado de ella haciendo fuerza. Había saltado, se había balanceado hacia delante, hacia atrás y hacia los lados, y en todas las ocasiones los nudos se habían deshecho, lanzándola contra el duro suelo de madera. A punto había estado de entregarse a las lágrimas a causa del dolor y la desesperación, incapaz de conseguir que la cuerda aguantara. Pero su voluntad era de hierro, y su deseo de escapar, lo bastante fuerte como para impedirle aceptar la derrota.

La recompensa era demasiado grande. La necesidad, acuciante.

Al final, no sabía muy bien cómo, había conseguido que los endemoniados trozos de tela permanecieran unidos. Y se había columpiado aferrada a ellos como una plomada suspendida en el aire, convencida de que resistiría. Orgullosa de sí misma.

Estaba lista.

Desplegó la cuerda, lanzándola al vacío, y observó que el extremo inferior terminaba a varios pies del suelo. Había usado toda la ropa de cama disponible, de modo que, cuando llegara al final, tendría que saltar.

Respiró profundamente y se irguió sobre el alféizar. El vértigo la dejó sin aliento durante un instante. Pero enseguida se colocó de espaldas al mar, se asió con todas sus fuerzas a las sábanas y, con el miedo todavía reptándole por el cuerpo, puso los pies en el borde y se dejó caer hacia atrás.

Cerró los ojos, aterrada por la sensación de pender en el vacío. Sus pies se movían por voluntad propia, paso a paso, caminando en sentido contrario por el muro de la fortaleza, descendiendo palmo a palmo, dejando atrás su prisión, acercándola a la tan ansiada libertad.

La viga crujió con gran estruendo en protesta por el esfuerzo adicional a que estaba siendo sometida, y la sorpresa la desestabilizó. De pronto, se encontró sujeta a la cuerda solo con las manos, pataleando en el aire. Sus botas buscaron apoyo en el muro, pero sin éxito.

Calculó que aún faltaba un buen trecho para tocar tierra. No podía rendirse, no cuando había llegado tan lejos. Los trozos de tela no aguantarían eternamente; tenía que bajar, tenía que huir, tenía que volver a verlo.

Lentamente, se deslizó hacia abajo, apoyándose en los nudos, agarrándose con tanta fuerza que las palmas de las manos comenzaron a arderle y le provocaron un dolor insoportable. Pero el suelo estaba cada vez más cerca, casi podía sentir la atracción de la tierra en las plantas de los pies, paladear la libertad en la punta de la lengua…

Sintió el extremo inferior de la cuerda rozarle la rodilla y supo que había llegado el momento de saltar. Se escurrió hasta llegar al borde.

Ahora o nunca.

Una…

Dos…

—Wilhelmina. —La voz de su padre se elevó hasta ella desde el jardín—. Cuando termines de descolgarte por la fachada de nuestra casa, ¿te importaría reunirte conmigo en la biblioteca, por favor?

Wilhelmina dejó escapar un gemido. Miró hacia abajo y observó cómo su padre atravesaba la puerta trasera. Los seis marineros que en ese momento custodiaban la mansión del gobernador Nightingale la contemplaron con idéntico gesto reprobador antes de regresar a sus puestos.

Había estado tan cerca…

Pero, una vez más, sus esperanzas se hacían añicos contra la tenaz determinación de su padre. Y todavía continuaba colgada de aquella ridícula cuerda.

Fue como tentar a la suerte.

—Oh, no…

Uno de los nudos se soltó y Wilhelmina cayó los últimos pies hasta dar con su trasero en la hierba del jardín.

***

Entró en la biblioteca con la cabeza alta y paso firme. Quizá hubiera fracasado en su plan de huida, pero ello no implicaba que estuviera derrotada.

Su padre permanecía de pie frente a uno de los ventanales, de espaldas a ella. La habitación era amplia y espaciosa, con unas maravillosas vistas al mar y estanterías repletas de libros.

Para Wilhelmina, aquel era el mejor y el peor lugar de la casa, porque allí era donde encontraba las novelas en las que podía perderse durante horas, y también donde recibía las reprimendas de su padre después de haberse embarcado en una de sus improbables y alocadas aventuras.

Se dejó caer sobre su sillón favorito e hizo una mueca cuando el dolor en las posaderas le recordó su última empresa fallida.

—Las puertas se inventaron para evitar que las personas abandonen los edificios saltando por las ventanas. La próxima vez prueba a utilizar una. Seguro que la experiencia te resultará novedosa.

El gobernador Nightingale abandonó su puesto junto al mirador y la enfrentó con gesto severo. Su mirada fría, el rictus de la boca y la postura del cuerpo eran fiel reflejo de su férrea voluntad. No en vano lo habían apodado el Gobernador de Hierro. Había envejecido, se había endurecido e infundía temor en todos cuantos se cruzaban en su camino. Pero para Wilhelmina, en el fondo, seguía siendo el hombre que, de niña, le contaba historias cada noche antes de dormir.

Lamentablemente, cuanto más se rebelaba ella, más tensa se volvía la relación entre ambos.

—Me prohibiste, y cito, «salir por la puerta» de esta casa hasta después del baile que daremos en honor del inconmensurable capitán Anderson.

—Entonces la culpa es mía, claro, por haber sido negligente a la hora de impartir mis órdenes. Aunque no se me ocurrió que fueras tan temeraria como para arriesgar tu cuello saltando desde la ventana del desván. ¿En qué estabas pensando?

En él. En volver a verlo una vez más. En obtener al fin la respuesta a la pregunta que la torturaba desde hacía tiempo y que muchas noches le robaba el sueño.

—Ya no eres una niña, Wilhelmina. Pasó el tiempo de las chiquilladas; no puedes seguir desafiando cuanta norma encuentras a tu paso. —Se sentó en el sofá, frente a ella—. Has trepado a los árboles, nadado en el mar y correteado por la arena. Te has caído mil veces y mil veces te has vuelto a poner en pie. Tienes tantas cicatrices que es imposible recordarlas todas. Pero acabas de cumplir veinticuatro años y tienes que parar. Debes parar.

Ojalá pudiera. Pero lo que su padre le pedía era demasiado. Parar suponía aceptar un destino sobre el que no tendría ningún control.

—Cuatro, Wilhelmina. Cuatro propuestas de matrimonio sobre la mesa, aun cuando toda la isla te considera una solterona excéntrica que jamás podría ser una buena esposa.

—Emparentar con el Gobernador de Hierro sin duda compensaría cualquiera de mis muchas faltas.

Su padre guardó silencio durante un segundo y la atravesó con la mirada.

—¿Cuándo vas a empezar a vivir tu propia vida? —preguntó con sencillez.

—¿Acaso tengo poder para decidirlo? ¿Insinúas que podría salir por la puerta y enrolarme en el primer barco que encontrase?

—¿Eso es lo que quieres? ¿Dejar atrás todo cuanto conoces, el mundo en que el vives, la seguridad de la que disfrutas? ¿Deseas poner en juego un futuro prometedor por lo desconocido? ¿Vagabundear en un entorno hostil? ¿Luchar para garantizar tu supervivencia? ¿Robar, mentir, infligir daño a los demás? ¿Para acabar colgando de una cuerda atada a tu cuello mientras el pueblo ruge contemplando cómo te ahogas?

No. Claro que no, pero…

—¡Quiero ser libre! —estalló Wilhelmina—. ¡Libre para trazar mi propio camino!
Aunque todavía no supiera en qué dirección marcharía.

—Estás perdida, Wilhelmina. —Su padre se puso en pie de nuevo y regresó al ventanal, dándole la espalda una vez más—. Te rebelas contra un destino que podría hacerte feliz porque piensas que ahí afuera hay una vida que sería mil veces mejor. Pero te equivocas. Las historias que oías cuando eras niña eran cuentos. Una versión idealizada de la realidad, inventada para distraer tu atención y evitar que pensaras en la muerte de tu madre. Pero ya es hora de que madures y afrontes la verdad. En el mundo real los piratas no son hombres valientes y extraordinarios, sino monstruos que roban, violan y asesinan a personas inocentes movidos por la codicia, la lujuria y la pura maldad.

No todos. Algunos no eran así.

—Él es como los demás —aseguró el gobernador como si le hubiera leído el pensamiento—. Un ladrón con buen aspecto y buenos modales que no se detiene ante nada ni ante nadie para lograr su botín. No volverás a verlo, Wilhelmina. Y esta noche sonreirás a nuestros invitados y agasajarás al capitán Anderson…

—Ni hablar.

—Lo harás. —Giró la cabeza para fulminarla con su plúmbea mirada—. Porque nunca estas aguas y sus puertos habían sido tan seguros. Porque su misión es acabar con la piratería, y está cumpliéndola con una eficacia incomparable.

—Ahorcando a cada pirata que se cruza en su camino. ¿Cuántos han caído desde que él navega a bordo de su barco? Jack Savage, Henry Jones, Moses Blackpool… Y a ninguno de ellos se le acusó nunca de asesinato.

—También ha capturado a muchos otros que tiñeron de sangre las aguas del Caribe.

—Pero Aarhus no es…

—¡Basta! Esta discusión termina aquí, y tu ridícula obsesión, también. A partir de mañana, empezarás a vivir en el mundo real. Elegirás un marido. Formarás una familia. Y cuando tengas tus propios hijos, te darás cuenta de lo estúpida e inadecuada que ha sido esta cruzada por la que has postergado tu vida.

«A partir de mañana». Porque, al día siguiente, el capitán Aarhus, el hombre que había habitado en sus sueños durante años, sería ejecutado por sus crímenes. Y entonces, ya no quedaría nada a lo que aferrarse. Ninguna promesa que mantener. Nada por lo que seguir luchando.

Wilhelmina se incorporó y sintió el peso del futuro sobre sus hombros. Cuando llegó a la puerta, se detuvo y se volvió hacia su padre.

—¿Sabes quién me contó la primera historia de piratas?

Él no se giró para escuchar su respuesta. Y tras un segundo de espera, ella contestó:

—Mamá.

Abrió la puerta y salió de la biblioteca, sin percatarse de que aquella única palabra había descubierto una brecha en la coraza del Gobernador de Hierro, pero segura de que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

 

Capítulo 2

El secreto de un buen guiso de anguila reside en la salsa.

Zacharias Finnegan lo había aprendido de su abuela, una diminuta dama inglesa que servía el té de las cinco con la misma elegancia que empleaba para introducir sus manos en un barreño lleno de agua de mar y domeñar esos escurridizos peces que después convertía en un picante y delicioso manjar.

El ingrediente esencial de la salsa es la guindilla. Y el único hombre, aparte de él mismo, que parecía conocer dicha información era el cocinero de la posada El Inglés Ahorcado, razón por la cual Zacharias se hallaba sentado a una de sus mesas.

El posadero era un irlandés enorme, de cabello y barba del color del fuego, que gruñía en cuanto Zacharias ponía un pie en su establecimiento. Con su peluca perfectamente empolvada, su casaca de brillantes colores y el lazo de su camisa artísticamente anudado, desentonaba en un ambiente donde se reunía la peor calaña de Port Royal.

Pero el guiso de anguila que el irlandés cocinaba era tan similar al que preparaba su abuela que cada domingo arriesgaba su vida por volver a degustar los recuerdos de su niñez. Y el hecho de que el posadero aún no le hubiera rebanado el gaznate por el mero hecho de hablar como un inglés, vestir como un inglés y comer como un inglés era una prueba de que se hallaba a salvo entre la maraña de ladrones, contrabandistas, piratas y, en general, hombres sin ley que se reunían para convertir su botín en una buena resaca provocada por la ingesta masiva de ron.

Cogió la cuchara, el único cubierto que el posadero insistía en ofrecerle, si bien había intentado en vano convencerlo de la necesidad de adquirir tenedores, cuchillos, una vajilla de porcelana, copas de cristal y, ante todo, servilletas de hilo, y la hundió en el guiso. La llenó hasta el borde, relamiéndose de anticipación.

—Eso —dijo una voz a su lado— no es comida. Son los desperdicios de un barco de pesca.
La cuchara quedó suspendida a escasas pulgadas de su boca. De pie, junto a su mesa, se encontraba el diablo.

El mismísimo Príncipe de las Tinieblas hecho carne y hueso. Y vaya carne. Vaya huesos. Era alto como una torre, fuerte como un roble y oscuro como la noche. Tenía la piel bronceada por el sol, el cabello largo y tan negro como las ropas que vestía. Una sombra de barba oscurecía su cincelada mandíbula, y su ojo izquierdo se hallaba cubierto por un parche de cuero. Su rostro, todo su cuerpo, gritaba a los cuatro vientos su naturaleza indómita. Y el peligro brillaba como el fuego en su único iris visible, que tenía el mismo color turquesa que las aguas del Caribe.

Ah. El diablo sabía cómo jugar sus cartas y había escogido la apariencia perfecta para infundir temor en los corazones más robustos. Con la cuchara aún en el aire, Zacharias observó sin pestañear cómo Belcebú tomaba asiento frente a él.

—Me habéis convocado. Hablad.

Sí, claro. Hablar. Esa simple actividad que tan bien se le daba. Porque si el señor Finnegan había sido bendecido con un don en su nacimiento, ese era sin duda el de la palabra.

—¿Creéis que me sobra el tiempo y que puedo perderlo viéndoos comer esta… porquería?

No era tan difícil. Uno solo tenía que mover los labios y producir sonidos. La mecánica era sencilla, pero en algún lugar debía saltar una chispa que ponía en marcha todo el invento, y Zacharias parecía no poder prender ese fuego; y tenía tanto que decirle, pero su aparición había sido tan inesperada; y la sorpresa lo había dejado mud…

Un enorme cuchillo se clavó en medio de su plato, con tanta fuerza que atravesó el peltre y se incrustó en la madera.

—Mi anguila… —susurró al fin Zacharias.

El diablo movió el arma y la retiró con un trozo de carne viscosa ensartada.

—No sé cómo podéis comer estos bichos repugnantes.

Retiró el bocado de su daga y lo tiró al suelo. Zacharias lo contempló con gesto compungido. Odiaba desperdiciar la comida. Más aún, semejante manjar.

—La salsa los hace deliciosos —musitó.

—¿Acaso he venido para intercambiar recetas de cocina? —preguntó Lucifer, mordaz.

—No. —Zacharias dejó la cuchara sobre el guiso y lo hizo a un lado—. Habéis venido para hacer un trato.

—¿Qué clase de trato?

—Uno que os dará la libertad.

Por norma es el diablo quien, a cambio de un alma inmortal, otorga a los hombres sus deseos más oscuros. Pero, a veces, es el diablo quien está dispuesto a pagar cualquier precio por obtener su más secreto anhelo. Y, por el modo en que la expresión de su interlocutor había cambiado al oír aquellas palabras, Zacharias supo que contaba con todo su interés.

—Os escucho —le concedió Belcebú.

—Mi jefe necesita que transportéis una mercancía muy valiosa hasta Tortuga.

—¿Una mercancía?

—Sí. Una mercancía de extraordinario valor.

El diablo se recostó en el asiento y lo miró con una sonrisa. De la clase que antecede al Apocalipsis.

—Ahora mismo estoy ocupado con ciertos asuntos que requieren toda mi atención, pero, en cuanto los haya solucionado, me aseguraré de que la carga sea trasladada adonde queráis.

—No podemos esperar. Debéis recogerla y embarcarla esta misma noche.

—No.

—¿No? —repitió Zacharias, sorprendido.

—¿Acaso no he sido lo bastante claro? No tengo ninguna intención de dejar de lado mis negocios para convertirme en el chico de los recados de vuestro jefe. Son de extrema importancia.

—El transporte de nuestra mercancía también lo es. Si no zarpa esta misma noche, corre el riesgo de malograrse, y eso haría muy infeliz a mi señor. Tan vital es todo este asunto que está dispuesto a dar por saldada la deuda que hace años contrajisteis con él. ¿No es vuestra libertad sobrado aliciente para cumplir sus deseos?

Fueron varios los segundos que el diablo empleó para tomar una decisión.

—Dadme los detalles.

—Recogeréis la mercancía antes de la medianoche, la embarcaréis en vuestra nave y, dentro de tres días, la entregaréis en Tortuga.

—¿Por qué?

—Los motivos no son importantes. Os basta saber que ese es el deseo del hombre que ostenta vuestra deuda.

—¿Qué sucederá con ella una vez que la entregue en Tortuga?

—Eso tampoco es de vuestra incumbencia. Pero tened presente que no os resultará sencillo subirla a bordo. Puede que muestre más dificultades de las que podéis manejar. Os aconsejaría que llevarais a vuestros hombres para que os…

—Estoy acostumbrado a manejar mercancías peligrosas. ¿Tenéis alguna condición especial que deba satisfacer durante la travesía?

—Tratadla con excepcional cuidado. Si al llegar a puerto hubiera sufrido el más mínimo roce…

—Mercancía peligrosa y extremadamente frágil. Promete ser un viaje interesante —respondió con una sonrisa que a Zacharias le heló la sangre.

—Bien. En ese caso…

—No tan rápido. Lo que vuestro jefe pretende entra en conflicto con mis propios deseos, por lo tanto, quiero que este pacto quede por escrito. Cuando entregue la carga en Tortuga, todas mis deudas estarán saldadas, volveré a ser dueño de mi destino, y lo que haga de entonces en adelante me atañerá tan solo a mí.

—Pero…

—Id con vuestro jefe y exponedle mis condiciones. Si acepta, traed el documento. Una vez que lo tenga firmado, iré en busca de vuestra preciada mercancía y os aseguro que disfrutará de una travesía que jamás olvidará.

Se puso en pie y le colocó el plato de anguila de nuevo enfrente.

—Que os aproveche.

Después salió de la taberna y por fin Zacharias pudo respirar. No resultaba fácil pactar con el diablo, ni siquiera cuando era uno mismo quien dictaba las cláusulas y el Señor del Inframundo quien se beneficiaba del trato.

A su jefe no iba a gustarle que las estipulaciones hubieran sido modificadas. Se negaría a saldar la deuda antes de que la mercancía hubiera sido transportada, y Zacharias tendría que hacer frente a las consecuencias.

Cuando se pacta con el diablo, siempre se tienen las de perder.

Pero ya se preocuparía de ello cuando llegara el momento. Cogió la cuchara y, esta vez sí, se llevó un pedazo de anguila a la boca.

«Ah. Exquisita».

Le lanzó una sonrisa y un guiño de aprobación al posadero, que gruñó en respuesta, y se dedicó a disfrutar.

***

El baile en honor del capitán Anderson se hallaba en pleno apogeo cuando Wilhelmina decidió hacer su aparición.

El salón de la mansión del gobernador resplandecía bajo el ardor de cientos de velas encendidas en las espectaculares lámparas de araña. Las flores recién cortadas derramaban su salvaje aroma en el ambiente. Los músicos tocaban una alegre melodía y los invitados bailaban.

Su llegada pasó desapercibida para todos, salvo para su padre, que inclinó la cabeza en un gesto de aprobación. Su presencia y el atuendo que había escogido para la ocasión habían sido interpretados por el gobernador como un signo de que comenzaba a aceptar su destino.

Sin embargo, Wilhelmina había decidido asistir al baile y había puesto especial cuidado en su apariencia porque tenía un claro fin.

Agasajar al capitán Anderson tal y como deseaba su padre, sí. Pero también encandilarlo, hechizarlo, deslumbrarlo con su encanto y convencerlo de que le permitiera ver a Aarhus antes de que lo ejecutaran. Una frivolidad. Un capricho de una joven encantadora.

Se pasó una mano por el peinado que su doncella había tardado horas en arreglar y supo que estaba perfecta para poner en marcha su plan. Ella, que no solía prestar demasiada atención a su aspecto, había permanecido toda la tarde frente al espejo, asegurándose de que cada rizo quedara en su lugar y cada pliegue de su deslumbrante y carísimo vestido azul se amoldara a su cuerpo, ocultando y revelando lo necesario.

Incluso le había pedido a su doncella que prendiera en su recogido las peinetas de lapislázuli de su madre, que nunca antes se había animado a utilizar.

Barrió con la mirada el salón de baile tratando de encontrar al objeto de su deseo. Pero jamás había tenido el dudoso placer de conocer en persona al capitán Anderson y, aunque imaginaba a un hombre rudo y despiadado, tan desagradable por fuera como por dentro, no encontró a nadie que respondiera a esa descripción. Si el cazador de piratas no fuera tan celoso de su intimidad, habría tenido ocasión de tratarlo en el pasado y ahora podría identificarlo sin problemas, pero este pasaba la mayor parte del tiempo en alta mar, cumpliendo espléndidamente su misión, y no hacía vida social.

—¡Mina, querida! Me alegro de veros, habéis estado muy recluida últimamente —señaló una voz a su espalda.

Odiaba que la llamaran de aquel modo. Y odiaba aún más escucharlo de labios de ese hombre. Venciendo las náuseas que empezaba a sentir, Wilhelmina se giró para enfrentarse al señor Benedict Fitzgerald Merrybowe-Howe. La propuesta de matrimonio número cuatro.

—¡Benedicto! —saludó con un tono mucho más agudo de lo normal y utilizando la forma latina de su nombre para incomodarlo. No podía entender por qué, de todas las islas del Caribe, aquel hombre había tenido que recalar en la suya. Las mujeres de Inglaterra debieron de respirar aliviadas cuando el señor Merrybowe-Howe decidió hacer fortuna en las colonias.

Wilhelmina detuvo su mirada más tiempo del apropiado en la enorme peluca blanca con la que Benedict cubría su cabeza. Sonrió al recordar un comentario que había oído una vez a una de las muchachas de la cocina: «Cuanto mayor la peluca, menor el tamaño del… pie». El señor Merrybowe-Howe era famoso por su afición a los tocados ostentosos y, aunque se había vestido con sus mejores galas, más que un rico comerciante parecía el bufón de la corte.

Cuando él tomó su mano y la besó, Wilhelmina agradeció en silencio la protección que ofrecían sus largos guantes.

—Estáis más hermosa que nunca. Sin duda será por la magnífica noticia. ¡Aarhus ha sido apresado!

—Sí, una noticia fabulosa —aseguró—. De hecho, creo que deberían erigir una estatua del infalible capitán Anderson en cada puerto. Apuesto a que sería un método de disuasión tan útil como un galeón con doscientos cañones.

—Qué cosas se os ocurren, querida Mina. Pero no sería mala idea. Es innegable que ese hombre se merece un reconocimiento. Mis negocios nunca han ido mejor.

Maravilloso. Era estupendo saber que las hazañas del azote de los mares servían para que Benedict aumentara su patrimonio.

—Me alegro por vos —mintió, e hizo ademán de alejarse.

Pero él la sujetó por el brazo, poniendo su mano directamente sobre la única pulgada de piel que los guantes dejaban al descubierto.

—Deberíais saber que he hablado con el gobernador y me ha comunicado vuestra intención de desposaros y formar al fin una familia.

Wilhelmina ahogó una exclamación de sorpresa. Buscó a su padre entre los invitados y sus miradas se cruzaron.

No podía ser cierto. No podía creer que hubiera hablado de ella precisamente con Benedict, el último hombre sobre la faz de la Tierra con el que desearía compartir su vida.

Su padre no podía haberla traicionado de semejante forma. Pero en sus ojos vio la verdad. Quería que se casara, y lo que ella desease no tenía importancia.

—Le he reiterado mis intenciones para con vos y se ha interesado por la marcha de mis muchos y prósperos negocios. El futuro parece prometedor. Venid conmigo. Me gustaría presentaros a mi madre. Ha venido desde Huntingdonshire y está ansiosa por conoceros.

«No, no, no». La mente de Wilhelmina se rebeló ante aquel destino, pero, incapaz de montar una escena, se dejó arrastrar por el salón. La fuerza con que Benedict tiraba de ella resultaba desconcertante. Cuando se detuvo, Wilhelmina estuvo a punto de chocar contra la mujer que tenía enfrente.

La señora Merrybowe-Howe era una réplica mayor y femenina de su hijo. Pequeña, gruesa y aficionada a las pelucas aparatosas. La madre de Benedict le lanzó una mirada de desprecio, aunque después suavizó su expresión para dirigirse a ella en un tono adulador.

—Encantada de conoceros.

Su pronunciación era tan fuerte, tan poco fluida que la piel de Wilhelmina se erizó al escucharla.

—El placer es mío, señora —respondió—. Siempre es una alegría conocer a alguien que acaba de llegar desde Inglaterra. ¿Estáis aquí de visita o pensáis quedaros a vivir en Port Royal?

Al instante se arrepintió de haberse mostrado educada. Esa conversación se estaba alargando más de lo que podía soportar.

—Lo segundo. Mi hijo afirma que este es un lugar muy seguro gracias al capitán Anderson.

¡Oh! Otra defensora del intrépido capitán. Como si en esa isla no hubiera ya suficientes.

—Ya iba siendo hora de que la marina arreglara el desaguisado que ha creado en esta parte del mundo. Es realmente vergonzoso que los barcos de mi hijo tengan que soportar semejantes agresiones.

Wilhelmina habría deseado reír ante la ironía de tal afirmación. Al fin y al cabo, pocos negocios limpios prosperaban en el Caribe. Los españoles expoliaban las riquezas de las Indias Occidentales; los ingleses, holandeses y franceses se las expoliaban a ellos, y al final de la cadena, los piratas trataban de conseguir su parte del botín. Pero la situación no tenía nada de divertida. Era trágica, casi tanto como el destino que le aguardaba si su padre decidía emparentar con aquella familia.

—Sin duda es un alivio que la gran armada de Su Majestad esté limpiando estas aguas de sucios piratas para que los barcos de hombres honrados como Benedict puedan transportar sus riquezas con seguridad.

La señora Merrybowe-Howe no pasó por alto el sarcasmo y tomó nota de lo poco adecuada que era para su hijo. Wilhelmina vio cómo la juzgaba y la catalogaba con un NO enorme. Casi tan grande como el que ella misma había puesto en su mente a la idea de que aquella mujer se convirtiera en su suegra.

—No quiero ser grosera, pero debo buscar al insustituible capitán Anderson para felicitarlo en persona por su gran hazaña —dijo a modo de despedida.

—Iremos con vos —ofreció Benedict—. A mí también me gustaría saludar al hombre que atrapó a Aarhus.

Atravesaron el salón en busca del homenajeado, pero, al parecer, todavía no había llegado a su propia fiesta. Los invitados charlaban en pequeños grupos, y su tema era siempre el mismo: Aarhus. Su captura. Su ejecución.

Wilhelmina oyó retazos de conversaciones mientras recorría la sala tratando de poner distancia con la pareja formada por los Merrybowe-Howe.

—Dicen que pensaba secuestrar a la hija del gobernador y convertirla en su…, bueno, no necesito terminar la frase, ¿verdad?

—Yo he oído que atacó más de cuatrocientos barcos y robó una fortuna en oro y diamantes.

—Yo espero que se pudra en el infierno.

—Sí, sí. Es un monstruo.

—Un sanguinario.

—Un demonio.

La indignación de Wilhelmina crecía con cada comentario. Y se sublimó cuando comenzaron los brindis.

—¡Por el capitán Anderson, que ha dado caza al mayor pirata que jamás haya surcado estas aguas!

—¡Hurra!

—¡Por el Gobernador de Hierro, que ha limpiado el Caribe de la peor escoria de la humanidad y nos ha permitido a todos hacernos muy ricos!

—¡Hurra!

—¡Por Aarhus! —gritó Wilhelmina—. Porque su próxima ejecución nos ha ofrecido la excusa perfecta para organizar esta fabulosa fiesta. ¡Larga vida al insuperable capitán Anderson! Cuantos más piratas cace, más bailes podremos celebrar.

El salón se sumió en un denso silencio, y la atención de todos los invitados se centró en ella. Benedict la observó con la boca abierta. Su madre, en cambio, lo hizo con una expresión que decía: «Lo sabía».

—¡Ups! —dijo llevándose una mano a los labios—. Me parece que no lo he hecho bien, ¿verdad?

—Wilhelmina —la llamó su padre.

—¿Sí, gobernador?

—Es suficiente.

—Sí, padre. Tienes razón —alzó la voz para que todos pudieran oírla—, es suficiente. Basta ya de tanta hipocresía. Admitámoslo. El capitán Aarhus va a ser colgado mañana por hacer lo mismo que muchos otros que se escudan bajo una patente de corso. Es un ladrón, sí, pero nunca ha sido acusado de asesinato. Nuestro incomparable capitán Anderson está cazando a todos los piratas de forma indiscriminada. No le importa cuáles hayan sido sus crímenes. No distingue entre unos y otros. Los persigue, los acorrala y, cuando por fin los atrapa, los cuelga del palo mayor de su adorado barco. Sin un juicio. Sin permitir que esos hombres se defiendan de las acusaciones que pesan sobre ellos.

El gobernador Nightingale dio un paso hacia ella, dispuesto a arrastrarla fuera del salón, pero Wilhelmina le dirigió una mirada que lo dejó clavado al suelo.

—Dime, padre, ¿cuántos comerciantes han afirmado que los piratas hundieron su barco para cobrar el dinero del seguro? ¿Cuántos han proclamado a los cuatro vientos que su carga había sido robada por piratas cuando en realidad había sido vendida de contrabando en el continente? ¿Cuántos se han enriquecido traficando con mercancía robada? ¿Cuántos hombres han muerto por los delitos que otros han cometido, padre, cuántos han muerto por falsas acusaciones sin poder defenderse?

Aquellas palabras provocaron un rumor entre los presentes. Wilhelmina sabía que debía detenerse. Pero era demasiado tarde. Sus diques se habían roto y toda su rabia fluía de forma incontrolada.

—Hace años hubo piratas que gobernaron estas islas. Durante mucho tiempo fueron un instrumento político de la corona. Pero ahora tenemos a nuestra maravillosa Armada Real y a nuestro insigne capitán Anderson. —Se volvió para enfrentar a la señora Merrybowe-Howe—. Ahora no hace falta que los piratas ataquen los cargamentos de oro españoles porque ya no sale oro de las Indias y porque la armada británica es capaz de vencer en el mar a cualquier escuadra del Imperio. Ahora los piratas son una molestia para las pequeñas compañías comerciales. Y hay que exterminarlos. Sin piedad. —Wilhelmina clavó la mirada en el rostro de su padre—. Pero no se puede acabar con las leyendas. No desaparecerán. Nunca desaparecerán.

Sin pararse a estudiar las caras de sus vecinos, dio media vuelta y abandonó el salón en dirección al jardín. No oyó los murmullos que se elevaron a su espalda ni tampoco las preguntas formuladas a su padre sobre su salud mental.

La mansión del gobernador se erigía sobre un promontorio de rocas en uno de los extremos de la playa. Cuando llegó al murete de piedra que delimitaba la propiedad, Wilhelmina se deshizo de los guantes y se quitó los zapatos. Después se levantó la falda del vestido y se desprendió de las medias. Saltó sobre el muro y comenzó el descenso por las rocas, iluminadas por la luz de la luna llena y por las antorchas que habían dispuesto con motivo del baile.

Una vez en la arena, caminó hacia el mar y se mojó los pies en la orilla. Soltó su falda y dejó que la tela se empapase mientras la brisa refrescaba su enfebrecida piel. Una nube tapó la luna, y por un instante se encontró rodeada de una densa oscuridad.

«Por favor», rogó, sintiendo cómo las lágrimas se agolpaban en sus ojos.

«Por favor, dame una señal. Dime qué he de hacer. No permitas que este sea el fin de todo».

Había perdido su última oportunidad de ver a Aarhus. El insociable capitán Anderson no había llegado todavía a la fiesta, pero no tardaría en enterarse de su gran discurso.
Y al día siguiente Aarhus estaría muerto y su padre insistiría en casarla con un hombre como Benedict. Quizá con el mismo Benedict. Porque, tras su alegato, ningún otro caballero estaría dispuesto a aceptarla como esposa.

«Por favor».

El ruido de unos aplausos la sobresaltó. Wilhelmina se giró y apenas pudo distinguir una figura en la penumbra.

—Mis más sinceras felicitaciones, señorita —dijo una voz desde las sombras—. Ha sido una actuación espectacular. Los habéis dejado a todos boquiabiertos. Aunque reconozco que mi parte favorita ha sido cuando os habéis recogido la falda y me habéis mostrado partes de vuestro cuerpo que solo el afortunado que os despose debería tener el privilegio de contemplar.

Era un hombre. Y su voz era profunda, acariciante, ligeramente burlona. No podía adivinar sus rasgos, pero entonces la luna volvió a brillar, y Wilhelmina sintió un escalofrío que se convirtió en fuego cuando él se acercó.

—Capitán Blackhawk —se presentó el diablo—. Pirata del Caribe y, hasta el día en que me cuelguen, vuestro más ferviente admirador.